Trauma y diferencia: la confusión peligrosa
Algunos, con muy buena intención, han querido ver la causa principal del TDAH en el trauma, en una suerte de estrés postraumático automático que marcaría la biografía de quienes lo padecen. La intención es noble: reconocer que el dolor vivido deja huellas profundas. Pero el riesgo es grande. Porque al reducir el TDAH únicamente al trauma, se minimiza una verdad incómoda y fundamental: hay personas que nacen con un mindset radicalmente diferente al promedio.
Su atención no sigue la línea recta, sino el espiral. Su energía no se ajusta a los ritmos normativos, sino que fluye con intensidades que el entorno no siempre sabe acoger. Su creatividad, su curiosidad, su hambre de estímulos, no son fallos a corregir, sino modos distintos de habitar el mundo.
El problema es que esta diferencia, en lugar de ser reconocida como riqueza, suele ser tratada como error. El rechazo, la incomprensión, la exigencia de encajar a la fuerza en moldes demasiado estrechos, sí puede producir trauma. Y ese trauma, acumulado en la infancia y la adultez, no solo intensifica los síntomas, sino que puede llegar a matar lo más precioso en la persona: su chispa vital.
Confundir el origen con la consecuencia oscurece la mirada. El TDAH no es necesariamente producto de heridas pasadas, aunque las heridas sin duda marquen su curso. La diferencia no es trauma. Pero cuando la diferencia se encuentra con la violencia del rechazo, con el pupitre demasiado estrecho, con la jaula de la norma, entonces sí aparecen las cicatrices emocionales que se confunden con la esencia del trastorno.
El desafío, entonces, no es forzar una única explicación, sino sostener dos verdades a la vez:
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El trauma existe y puede agravar el sufrimiento.
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La neurodivergencia existe y merece ser reconocida en su radical diferencia.
Solo cuando comprendamos que no todo es trauma, ni todo es déficit, podremos dejar de matar la chispa de quienes piensan distinto y empezar a valorar el fuego que traen al mundo.
