jueves, septiembre 11, 2025

El juego especulativo de la universidad neurodiversa

Imagina entrar a un aula donde la primera regla no es “silencio”, ni siquiera “entregar a tiempo”, sino algo más radical: nadie se ríe de nadie. La burla es un tabú social, como hoy lo son el racismo o el machismo.

En este juego, los estudiantes firman un contrato al empezar:

  • Si alguien comete un error, el grupo entero se pone de pie, repite la respuesta correcta en coro y vuelve a sentarse. El fallo deja de ser individual: es un ritual colectivo.

  • Si alguien se burla, no hay carcajada compartida, sino un silencio incómodo, pesado, casi teatral. Esa persona sabe que acaba de romper la regla sagrada. La penalización no es un castigo académico, sino un rechazo social: el grupo entero le recuerda que en este espacio, la risa nunca se usa como arma.

El juego tiene dos fuerzas invisibles: rechazo y reconocimiento.

  • El rechazo se reserva solo para la burla corrosiva.

  • El reconocimiento, en cambio, se reparte con generosidad: un gesto del profesor, un símbolo en la pizarra, una pequeña ceremonia improvisada al final de la clase.

En esta universidad especulativa, la calificación deja de ser un juicio existencial y se convierte en un marcador de progreso, como en un videojuego: un nivel alcanzado, una pista desbloqueada, un logro temporal. Lo que importa no es cuánto vale la nota frente a los demás, sino qué puertas abre en el camino personal de aprendizaje.

La paradoja es que aquí los deadlines siguen siendo estrictos, las exigencias son altas y el rigor académico se mantiene. Pero la ecología emocional cambia por completo: el miedo al ridículo desaparece, y con él, gran parte del bloqueo que sufren muchos estudiantes neurodiversos.

El resultado del juego es inesperado: en un entorno donde la burla es penalizada socialmente y el reconocimiento es cultivado como práctica diaria, aprender deja de ser una amenaza y se convierte en una aventura compartida.



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