Cuando el cuerpo se ordena, la filosofía despierta
Hay momentos en los que uno se sorprende de sí mismo. Basta salir a correr, sentarse a meditar unos minutos, cantar un mantra o simplemente respirar de manera consciente, y de pronto la mente se abre como una ventana recién lavada. Las ideas entran con claridad. Los problemas, que hace unas horas parecían gigantescos, se encogen hasta convertirse en preguntas manejables. La niebla se disipa y en su lugar aparece un horizonte amplio, casi filosófico.
Durante mucho tiempo pensé que esa inclinación era superficial. ¿Cómo podía ser que, tras una sesión de yoga o un rato de ejercicio, me brotara un apetito por las grandes preguntas de la existencia? ¿Acaso no era una especie de delirio pasajero, una consecuencia hormonal de sentirme mejor? Pero con el tiempo descubrí lo contrario: cuando mi cuerpo y mis emociones se equilibran, no me alejo de la filosofía, me acerco a ella.
Los grandes pensadores de la historia no trabajaban en el vacío. Sócrates caminaba incansable por Atenas; Nietzsche se inspiraba en sus largas caminatas alpinas; Heidegger escribía después de perderse entre bosques y senderos. El pensamiento nunca flotó en una nube abstracta: siempre brotó de un cuerpo que respira, que late, que se mueve.
Cuando me siento mejor, mi mente adquiere la serenidad y la amplitud necesarias para pensar en grande. Tal vez no con la genialidad de un Platón o un Spinoza, pero sí con una humildad que me permite compartir, por un instante, su estado de conciencia. No se trata de igualar sus ideas, sino de acceder al mismo clima interior en el que las ideas profundas germinan: un espacio de atención, de calma, de energía disponible.
Entonces entiendo que la filosofía no es un lujo reservado a bibliotecas polvorientas. Es una consecuencia natural de un organismo que se siente vivo y pleno. Cuando el cuerpo se ordena, la mente se expande. Y en esa expansión, las grandes preguntas —el sentido, la verdad, el bien, la belleza— dejan de ser abstracciones y se convierten en presencias cotidianas.
Lo que antes parecía superficial ahora lo veo como un recordatorio profundo: cuidar el cuerpo y la emoción no es abandonar el pensamiento, sino preparar su terreno fértil. La filosofía, al fin y al cabo, no es solo un conjunto de textos; es un estado de conciencia. Y ese estado se abre cada vez que respiramos hondo, nos movemos, cantamos, meditamos o nos dejamos atravesar por la vida con plenitud.