lunes, octubre 20, 2025

No todos los días son buenos

No todos los días son buenos para bailar.
A veces llegamos a la pista con el ánimo alto, con el cuerpo ligero, casi flotando. Y otras, llegamos con un nudo en el pecho, con la cabeza en otra parte, o simplemente sin energía.
Eso no tiene nada de malo: el baile no exige felicidad, exige presencia.

El cuerpo sabe —aunque nosotros no lo sepamos— en qué lugar emocional se encuentra. Hay días en los que la música te atraviesa y parece que fluyes sin esfuerzo, y otros en los que cada paso pesa.
Pero justamente ahí reside parte de su poder: el baile funciona como un espejo regulador, un espejo que no juzga, sino que refleja con fidelidad el estado en que llegas.
Bailar es verte, sin filtros ni palabras.


El espejo que regula

Cuando bailas, tu cuerpo y tu pareja (si la hay) se vuelven una especie de calamar emocional —una criatura cambiante que refleja el color del entorno, la música y el estado interno.
Si llegas luminoso, el baile se enciende; si llegas apagado, el movimiento se vuelve más corto, más íntimo, más hacia adentro.
Y está bien.
El baile no siempre tiene que ser explosión o alegría. También puede ser refugio, o simplemente un espacio donde moverse un poco sin exigencia, sin tener que rendir.

Con el tiempo, los bailarines aprenden que esa oscilación forma parte del camino.
Hay noches en las que brillas y otras en las que apenas acompañas la música; días en los que sientes que estás “arriba”, y otros en los que solo quieres dejarte llevar.
Y esa aceptación —ese estar en paz con no estar arriba— es una de las formas más profundas de regulación emocional que el cuerpo puede aprender.


El ciclo natural del bailarín

Cuando llevas un tiempo bailando, ya sabes que el ánimo tiene sus mareas.
Aprendes a no forzar, a no exigirte ser brillante cada vez.
El baile se convierte en una práctica de humildad, en una manera de escuchar tu propio estado interno.
A veces, basta con una canción, una conexión breve, una sonrisa.
A veces, simplemente no es el día, y es mejor observar, escuchar, dejar que el cuerpo descanse.

Pero incluso en esas noches discretas, algo sucede.
El simple hecho de estar ahí, respirando el mismo ritmo que otros, te afina, te regula.
Como una cuerda que se tensa y se afloja hasta encontrar su nota justa.
Esa es una de las magias del baile: sin presión, te devuelve al centro.


Aprender a estar bien también cuando no estás bien

El baile, en última instancia, enseña una forma de sabiduría corporal:
que no hace falta estar perfecto para moverse, ni eufórico para disfrutar, ni inspirado para conectar.
A veces el cuerpo baila por ti, te lleva, te acomoda, te reconcilia con lo que hay.
Y cuando terminas, aunque no haya sido una noche brillante, te das cuenta de que algo se ordenó dentro, algo se aflojó.
No era necesario forzar la alegría, solo estar ahí, respirando al compás.




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