Cuando los Beatles tocaban en estadios —especialmente a partir de 1964— el ruido de las fans era tan ensordecedor que no se oían entre ellos.
No existían aún los monitores de retorno, así que Ringo literalmente no podía escuchar la música que estaba tocando. Lo único que podía hacer era mirar los cuerpos de John, Paul y George: sus pies, sus gestos, el movimiento de sus guitarras. El ritmo lo leía visualmente, no auditivamente.
Y ahí está el punto:
👉 La música también se oye con los ojos y con el cuerpo.
Bailar es precisamente eso: convertir el oído en movimiento y el movimiento en oído. Cuando uno baila bien, el cuerpo ya no sigue la música: la música pasa a través del cuerpo.
Por eso los buenos bailarines, como los buenos músicos, no “cuentan” los tiempos: los sienten físicamente. El compás se vuelve algo muscular, respiratorio, hasta visceral.
Si lo pensamos así, bailar es una forma de escucha ampliada, una audición somática.
Mientras un oyente convencional capta el ritmo en el oído medio, el bailarín lo percibe en la planta del pie, en el eje de equilibrio, en el impulso del torso.
Como Ringo, “escucha” la música a través del cuerpo del otro.
Esa es una de las intuiciones más profundas del baile social:
La música no sólo se oye; se contagia, se observa, se imita, se respira.
Por eso, en cierto modo, bailar es una forma más completa de escuchar:
escuchar con la vista, con los huesos, con los reflejos, con la piel.
Ringo lo hacía para no perder el compás.
Nosotros lo hacemos para no perder el alma.