¿Por qué la universidad sigue hecha para un solo tipo de cerebro?
En las aulas universitarias del siglo XXI se habla de pluralidad epistemológica. Los programas anuncian que se ha pasado del objetivismo al constructivismo, de las teorías clásicas a las narrativas posmodernas. Pero detrás de esa diversidad de discursos, hay algo que no cambia: el cuerpo del estudiante.
Ese cuerpo sigue siendo el de siempre: alguien sentado, disciplinado por horarios, leyendo textos densos, escribiendo ensayos extensos, buscando bibliografía y citando autores. Es, en definitiva, el sujeto del alfabeto.
El molde oculto
La vida académica, en la práctica, no admite cualquier forma de atención. Requiere tolerar horas de lectura en silencio, escribir sin descanso y organizarse en plazos rígidos. Este formato ha servido durante siglos, pero también actúa como filtro: excluye a quienes procesan la información de manera distinta.
Personas con TDAH, autismo, dislexia o altas capacidades no fallan por falta de inteligencia, sino porque el sistema está diseñado para un único tipo de cognición: la textual, lineal y sedentaria.
La memoria que se movía
Antes de la escritura, la memoria era otra cosa. Se transmitía caminando, cantando, repitiendo historias alrededor del fuego o en rituales colectivos. La investigadora australiana Lynne Kelly ha mostrado cómo las culturas orales convertían el paisaje en un gigantesco “mapa de memoria”: cada montaña, cada piedra o cada curva del camino contenía relatos, genealogías y saberes.
En ese mundo, las formas de atención que hoy llamamos “trastornos” eran ventajas. La hiperactividad servía para moverse y reaccionar rápido; la sensibilidad extrema detectaba detalles vitales; la creatividad divergente mantenía vivas las historias de la comunidad.
Pensar con las manos y los pies
La psicóloga Barbara Tversky ha demostrado que pensamos con el cuerpo tanto como con la mente. Los gestos, los diagramas, el movimiento en el espacio son extensiones naturales de la cognición. Sin embargo, la universidad sigue confinando la inteligencia al texto y la silla. El arte, la música o el deporte son “complementos” cuando, en realidad, podrían ser canales centrales de aprendizaje.
La paradoja del alfabeto
El alfabeto no es el enemigo. Al contrario: ha permitido que relatos y fórmulas crucen siglos y culturas. El problema surge cuando se lo convierte en único mediador del conocimiento, ignorando que la mente y la imaginación son capaces de operar también con imágenes, ritmos, gestos y experiencias corporales.
Para la persona neurodiversa, adaptarse no significa solo aprender nuevas técnicas de estudio. Significa cuidar su fisiología: sueño, alimentación, ejercicio. Significa también apoyarse en herramientas como la música, el teatro, los juegos, los diagramas y la repetición. La verdadera inclusión no pasa por abolir el formato textual, sino por complementarlo con otros lenguajes cognitivos que amplíen sus límites.
Un futuro más plural
La universidad del futuro podría dejar de ser el templo exclusivo del sujeto alfabético para convertirse en un laboratorio real de inteligencias diversas. No se trata de renunciar al texto, sino de integrarlo con prácticas que devuelvan protagonismo al cuerpo, a la emoción y al espacio.
Porque la pluralidad no se mide solo en teorías, sino en los formatos que permiten que diferentes cerebros desplieguen todo su potencial.