El sujeto del alfabeto: por qué la universidad sigue siendo una jaula invisible
En teoría, la universidad es el lugar donde las ideas se expanden. Allí se transita del objetivismo al constructivismo, de las epistemologías clásicas a las narrativas posmodernas. Los planes de estudio hablan de diversidad de enfoques, pluralidad de perspectivas y apertura de pensamiento.
Pero hay un secreto a voces: el sujeto implícito sigue siendo siempre el mismo.
Ese sujeto es un hombre o una mujer sentado, disciplinado por horarios, escuchando a un maestro, leyendo textos, y escribiendo trabajos. Ese sujeto se define por la alfabetización: vive en los libros, busca bibliografía, compara textos con otros textos, y organiza su mente en torno a autores que dibujan en la imaginación una totalidad coherente.
La universidad ha cambiado de teorías, pero no ha cambiado de cuerpo.
El molde invisible del alfabeto
La universidad presume de pluralidad epistemológica, pero su práctica diaria depende de un molde corporal y cognitivo muy estrecho. Para participar en la vida académica, no basta con tener ideas: hay que tolerar estar sentado durante horas, leer decenas de páginas en silencio, escribir ensayos extensos y ajustarse a plazos rígidos.
Ese molde es tan invisible que pocos lo cuestionan. Sin embargo, es un filtro silencioso: excluye a quienes no encajan en la lógica lineal del alfabeto. El TDAH, el autismo, la dislexia o las altas capacidades no fracasan por falta de inteligencia. Fracasan porque la universidad solo reconoce una forma de atención: la atención textual y sedentaria.
La memoria que caminaba
Si retrocedemos en el tiempo, vemos otra escena. En la oralidad primaria —antes de la escritura—, la memoria no era una actividad de escritorio. Se transmitía con el cuerpo, en movimiento, a través de canciones, rituales, danzas, narraciones encarnadas y espacios significativos del paisaje.
La investigadora australiana Lynne Kelly ha mostrado cómo las culturas orales desarrollaron sistemas mnemónicos extraordinarios, donde el conocimiento se guardaba en paisajes, ceremonias y relatos cantados. Los aborígenes australianos, por ejemplo, convertían su territorio en un mapa cognitivo: cada colina, cada piedra, cada sendero era una “estación de memoria” que contenía historias, genealogías y leyes.
En ese mundo, las formas de atención hoy etiquetadas como “trastornos” eran recursos de supervivencia. La hiperactividad era energía para moverse, explorar y reaccionar rápido. La sensibilidad extrema permitía percibir señales mínimas en la naturaleza. La divergencia creativa mantenía vivas las historias de la comunidad. La dislexia ni siquiera existía, porque no había letras que torcer.
La diversidad cognitiva no era un obstáculo: era la norma.
Pensar con el cuerpo, no solo con la mente
La psicóloga cognitiva Barbara Tversky ha insistido en que el pensamiento no ocurre solo en la cabeza: ocurre en el espacio. Dibujar, mover objetos, trazar diagramas o caminar no son meras ayudas externas, sino extensiones fundamentales de la cognición. El gesto y la acción modelan la mente tanto como las palabras.
Desde esta perspectiva, la universidad aparece como un lugar que confina el pensamiento a un solo canal —el textual—, cuando sabemos que la mente es multicanal: espacial, gestual, corporal, narrativa. En lugar de potenciar esas dimensiones, la institución académica las margina, considerándolas “actividades extraescolares” (arte, música, deporte) y relegándolas a un plano secundario.
La paradoja contemporánea
La universidad, al abrirse a nuevas epistemologías, presume pluralidad de teorías. Pero en la práctica, sigue exigiendo un único formato de existencia: leer, escribir, citar. Su revolución es teórica, no corporal. Y ahí está la paradoja: puedes pensar en muchas verdades posibles, pero solo si lo haces sentado, en silencio, siguiendo el ritmo del alfabeto.
Este sesgo convierte a la universidad en una jaula invisible. Una jaula donde el pensamiento se expande solo mientras el cuerpo permanece inmóvil.
El futuro de la diversidad cognitiva
Quizá el gran desafío no sea solo cambiar las ideas que se enseñan, sino transformar los formatos en que se aprende. Abrir espacio a la oralidad secundaria —a las tecnologías que permiten reintroducir lo performativo, lo sonoro, lo visual y lo espacial— podría devolver al aula una parte de esa riqueza perdida.
Integrar la neurodiversidad como recurso, y no como déficit, permitiría que la universidad deje de ser un templo exclusivo del sujeto alfabético, para convertirse en un laboratorio real de nuevas formas de inteligencia.
Porque, como sugieren Tversky y Kelly, ninguna teoría es verdaderamente plural si obliga a todos a habitar el mismo cuerpo: el cuerpo inmóvil del lector sedentario.