domingo, septiembre 07, 2025

Neurodiversidad: entre dogmas, disidencias y la sospecha sobre los sensatos

¿Es posible sostener una postura crítica sin convertirse en enemigo? ¿Por qué el discurso sobre la neurodiversidad se radicaliza hasta el punto de expulsar a los moderados? ¿Y qué revela esta lucha de relatos sobre nuestra forma de habitar la diferencia?


I. El campo de batalla discursivo: ¿quién tiene derecho a hablar?

Hablar hoy de neurodiversidad es entrar en un terreno donde ya no basta con tener argumentos: hay que tener una identidad, una causa, un enemigo. Lo que comenzó como una propuesta profundamente ética —reconocer que las diferencias neurológicas no son errores, sino expresiones legítimas de la variabilidad humana— ha devenido en un campo de batalla cultural, donde cada palabra puede ser leída como traición, y cada matiz como complicidad con el opresor.

En este escenario, las posiciones tienden a polarizarse. De un lado, los defensores radicales de la neurodiversidad, muchas veces autodefinidos como activistas, sostienen que no hay nada que curar, que toda intervención es una forma de colonialismo cognitivo, y que incluso hablar de “trastornos” ya implica caer en una epistemología del castigo.

Del otro lado, la tradición psiquiátrica y neurológica clásica, con su enfoque biomédico, sigue considerando al TDAH, TEA, dislexia o Tourette como trastornos del neurodesarrollo, con síntomas, déficits y tratamientos. Aunque más matizados que antes, estos enfoques siguen siendo funcionales a un paradigma clínico que busca evaluar, clasificar y corregir.

Y en medio de ambos, un grupo de personas, profesionales, educadores y familias que intenta moverse con cuidado entre estos discursos, reconociendo la legitimidad de muchas críticas, pero también la utilidad (y a veces la necesidad) de ciertas herramientas diagnósticas, terapéuticas o estructurales. Este grupo no suele tener nombre, pero sí muchos adjetivos despectivos: “tibios”, “amarillos”, “acomodados”, “cómplices” o “pseudo-inclusivos”.


II. El fan de la neurodiversidad y su paradoja

Uno de los fenómenos más llamativos es el surgimiento de lo que podríamos llamar el “fan de la neurodiversidad”: alguien que, partiendo de una intención noble —el deseo de inclusión y justicia—, puede convertirse en un vigilante ideológico que mide la pureza del discurso ajeno.

Este fan no tolera que se hable de ayuda, acompañamiento o intervención sin sentir que se está “normalizando” al sujeto. No acepta que alguien quiera mejorar su foco atencional o trabajar con su impulsividad, porque eso implicaría admitir que hay algo que no está bien. Para este fan, cualquier matiz es traición.

Incluso dentro de este espacio, el moderado se vuelve sospechoso. No importa cuán comprometido esté con la diversidad: si propone un enfoque mixto, si reconoce que algunas personas sí sufren con sus condiciones, o si defiende algún valor del diagnóstico como herramienta de autoconocimiento, será tildado de “cómplice del sistema”. El fan se convierte, sin saberlo, en el espejo del psiquiatra dogmático al que combate: ambos creen tener la verdad completa, ambos desconfían del matiz, ambos juzgan a quien no se alinea.


III. Críticas al paradigma neurobiológico: necesarias pero incompletas

Una parte importante del movimiento neurodivergente se ha construido desde una crítica frontal al modelo biomédico dominante. Y con razón: la historia de la psiquiatría está llena de abusos, medicalizaciones masivas, tratamientos inhumanos y etiquetas que estigmatizan más que ayudan. El diagnóstico, en muchos casos, ha sido más una condena que una puerta.

La crítica va más allá del tratamiento: se cuestiona la idea misma de que haya un “cerebro normal” como patrón de referencia. ¿No es acaso la normalidad una construcción social, histórica y política? ¿No estamos midiendo las mentes con una vara que responde a necesidades productivas, escolares y conductistas?

Desde esta perspectiva, el enfoque neurobiológico clásico no solo es insuficiente, sino profundamente ideológico: sostiene una lógica de corrección, eficiencia y adaptación al sistema. Quien no se ajusta, debe ser tratado, reeducado, modificado. Y eso, en última instancia, suena más a domesticación que a cuidado.

Sin embargo, hay un problema cuando toda la psiquiatría es reducida a opresión, y todo diagnóstico es desechado por “biologicista”. Porque muchas personas encuentran en el diagnóstico no una condena, sino un alivio: una forma de entender su historia, de resignificar su infancia, de encontrar palabras para un malestar sin nombre. Y porque no toda intervención es una forma de violencia: a veces es un acto de amor, de encuentro, de sostén.


IV. El centro moderado: el lugar más incómodo del mundo

El moderado —quien intenta escuchar todas las voces, sopesar argumentos, integrar prácticas clínicas con enfoques sociales— no tiene lugar fijo en este mapa. Para unos, es demasiado clínico. Para otros, demasiado progresista. Su capacidad de matizar es interpretada como indecisión, su deseo de tender puentes como traición.

Este fenómeno responde a una lógica más profunda del discurso público actual: la sospecha estructural sobre toda forma de ambigüedad. En tiempos de identidades polarizadas, el que no se alinea es visto como enemigo.

Pero este centro —si se lo habita con honestidad, no como zona de confort sino como frontera viva— puede ser el espacio más valiente y necesario: el lugar donde las contradicciones no se niegan, sino que se trabajan. Donde la escucha no es tolerancia pasiva, sino ejercicio activo de complejidad. Donde la neurodiversidad no es ni una patología a erradicar, ni una bandera identitaria que niega el dolor, sino una realidad humana que pide comprensión, prácticas éticas y estructuras flexibles.


V. Neurodiversidad: entre lo clínico, lo político y lo poético

Quizá parte del problema es que hemos intentado reducir lo diverso a categorías demasiado estrechas. La neurodiversidad no es solo una cuestión clínica. Tampoco es solo un derecho civil. Es, también, una manera distinta de estar en el mundo, de percibir, de imaginar, de sufrir y de amar.

Quien vive desde otro ritmo mental, desde otra estructura atencional o sensorial, no solo necesita inclusión: necesita lenguaje, imágenes, comunidad, espacio, tiempo. Necesita que dejemos de encasillar y empecemos a escuchar.

La neurodiversidad no es una moda, ni una etiqueta, ni un arma ideológica. Es un hecho: el cerebro humano no viene en modelo único. Aceptarlo implica revisar desde la educación hasta la arquitectura, desde el trabajo hasta las relaciones.

Pero sobre todo, implica revisar nuestras formas de pensar el pensamiento. Porque detrás de cada lucha por el discurso correcto, hay una pregunta mucho más incómoda: ¿qué tanto toleramos realmente la diferencia, cuando no se parece en nada a nosotros?

En un contexto donde cada palabra puede ser arma o escudo, la sensatez es una forma de disidencia. No por tibia, sino por valiente. Por no rendirse a los relatos fáciles. Por sostener la pregunta cuando todos exigen respuestas.

Defender la neurodiversidad no es gritar más fuerte, sino crear espacios donde quepan todas las voces, incluso las que dudan, incluso las que aún están buscando cómo nombrarse.

Y tal vez el verdadero fan de la neurodiversidad sea aquel que puede mirar a otro cerebro distinto y decirle, sin prisa y sin juicio: cuéntame cómo es tu mundo, porque todavía no lo conozco.




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