La vida como programa de investigación
De la infancia a la vejez, una autoorganización bajo la lógica de Lakatos
Hipótesis inicial: el niño como núcleo duro
Imre Lakatos propuso que las teorías científicas avanzan no en línea recta, sino como programas de investigación: un núcleo duro de supuestos que se protege, y un cinturón protector de hipótesis que se ponen a prueba y se ajustan con el tiempo. Si miramos la experiencia individual desde esta lógica, la infancia sería ese núcleo duro. Allí se establecen las intuiciones más profundas: la confianza básica en el mundo, el estilo de apego, la primera forma de percibir el tiempo y la atención. Ese núcleo difícilmente cambia, aunque puede ser recubierto, reinterpretado o fortalecido con nuevas experiencias.
El adolescente y el adulto joven: cinturón protector en expansión
En la juventud se despliega el cinturón protector. Se experimenta, se falla, se prueban hipótesis vitales: “soy bueno en esto”, “pertenezco a este grupo”, “me relaciono de esta manera”. Cada elección amorosa, laboral o creativa actúa como un experimento. Algunos resultados refuerzan el programa, otros lo contradicen. El individuo se enfrenta al dilema central de Lakatos: ¿está su programa de vida progresando, abriendo nuevas posibilidades, o está degenerando, repitiendo explicaciones que ya no funcionan?
La adultez: anomalías y reacomodos
Con el paso de los años, las anomalías se acumulan. Relaciones que no cuajan, proyectos que fracasan, diagnósticos inesperados como un TDA-H en el adulto. Todo esto tensiona el cinturón protector: algunas hipótesis caen, otras se transforman. El núcleo de la infancia resiste, pero puede reinterpretarse: la persona descubre que no era “incapaz de concentrarse”, sino que su mente funciona con otra lógica; que no era “inconstante”, sino que necesitaba otra estructura para autoorganizarse. En esta etapa, la madurez consiste en elegir si uno sigue con un programa degenerativo —repitiendo explicaciones que no llevan a nada— o si logra reorganizar su experiencia en clave progresiva, abriendo caminos nuevos.
La vejez: evaluación del programa
En la vejez, llega la revisión. El individuo mira su vida como un programa de investigación completo: ¿abrió nuevas preguntas, generó riqueza simbólica, inspiró a otros? ¿O se encerró en su propio castillo de hipótesis defensivas? La vejez permite ver la trayectoria: si el núcleo infantil se vivió como condena o como semilla. En muchos casos, las personas mayores encuentran sentido precisamente reinterpretando todo el programa desde otra perspectiva: las anomalías de antes se convierten en narrativas de sabiduría.
Vida como ciencia viva
La lógica de Lakatos aplicada a la existencia nos muestra que la vida no es una línea recta de maduración, sino una dialéctica de núcleo y periferia, de resistencia y cambio. Cada etapa tiene su rol en la autoorganización: el niño fija intuiciones, el joven las pone a prueba, el adulto las ajusta, el viejo las integra. Lo interesante es que siempre queda abierta la pregunta lakatosiana: ¿mi programa vital sigue progresando, o ha caído en la repetición estéril?
Esa pregunta, en el fondo, es la más radical de todas.
El dogmatismo como motor oculto del avance
Cuando llevar una hipótesis al extremo revela tanto su potencia como sus límites
En ciencia, filosofía e incluso en la vida personal, solemos ver el dogmatismo como un defecto. Aferrarse a una idea sin admitir fisuras parece lo contrario de la apertura crítica. Sin embargo, bajo la lógica de los programas de investigación de Lakatos, el dogmatismo tiene un papel inesperado: a veces es lo que permite que una hipótesis despliegue todo su potencial.
Cuando alguien defiende con tenacidad un núcleo de ideas, incluso frente a anomalías, logra llevar esa hipótesis hasta sus últimas consecuencias. La fuerza no está tanto en la verdad absoluta de lo defendido, sino en que ese empeño permite explorar dimensiones que de otro modo se abandonarían demasiado pronto. El dogmatismo ofrece tiempo y continuidad: sin él, muchas teorías habrían muerto en la cuna, descartadas antes de mostrar sus frutos.
La historia de la ciencia está llena de ejemplos. El psicoanálisis freudiano, sostenido dogmáticamente por décadas, permitió que se exploraran mundos enteros del inconsciente y la sexualidad reprimida, aunque hoy sus límites sean evidentes. El conductismo de Skinner, llevado hasta el extremo, mostró con claridad la fuerza de las contingencias externas, pero también reveló que no todo podía reducirse a estímulo y respuesta. Fue el dogmatismo el que permitió a esas corrientes florecer lo suficiente para que sus límites quedaran al descubierto.
Lo mismo ocurre en la experiencia individual. A veces una persona necesita defender casi con obstinación un relato de sí mismo: “yo soy así, yo funciono de este modo”. Esa defensa férrea puede parecer un error, pero también es lo que permite que ese relato se despliegue, se viva a fondo, y finalmente muestre si era fértil o si llevaba a un callejón sin salida. En el TDA-H adulto, por ejemplo, muchas veces el dogmatismo de pensar “simplemente soy inconstante” se mantiene durante años, hasta que al llevarlo al extremo la persona descubre que ese marco es demasiado pobre, que hay algo más profundo en juego, y entonces surge el cambio.
El dogmatismo, llevado al extremo, revela dos verdades simultáneas: que una idea tenía potencia, y que esa potencia también era limitada. El avance surge precisamente de esa doble revelación. Una hipótesis defendida con radicalidad muestra todo lo que podía dar, y en ese mismo gesto deja espacio para que aparezca lo nuevo.
Quizás, entonces, no deberíamos ver el dogmatismo solo como un enemigo del pensamiento crítico, sino también como una etapa necesaria en la vida de ciertas ideas. Es la pasión que permite que un programa de investigación, o un programa de vida, muestre su riqueza y también sus bordes. Sin esa obstinación, no habría ni fruto ni superación.