jueves, septiembre 11, 2025

Algunos datan el comienzo de la vida moderna con la llegada del aire acondicionado, porque permitía quedarse dentro en lugar de sentarse en el porche a hablar con otras personas. 

Ese detalle aparentemente técnico marcó un cambio en la manera de vivir.

Yo descubrí la vida moderna de otra forma, de pie frente a una parrilla encendida, con el calor en la cara y doce órdenes a la vez gritándome en silencio desde los papeles que colgaban sobre mi cabeza. Hamburguesas, frankfurts, bikinis, huevos, tocino, salchichas, croquetas de patatas, creps, torrijas, omelets y hasta los ocasionales dados de carne podían desplegarse todos juntos en la plancha como un ejército al que había que dar forma en cuestión de segundos.

Entre las tres y las seis de la tarde aprendí a prestar atención de forma simultánea a más cosas de las que jamás había hecho antes. Mientras miraba los huevos chisporrotear, otra parte de mi mente se adelantaba a lo que sucedía detrás de mí, y otra más seguía los pedidos que colgaban de los clips, uno tras otro, como si fueran metrónomos de mi propio pulso. Cada vez que entraba una orden nueva, la copiaba en una libreta con papel carbón. La primera hoja era para el cliente, que se llevaba Doris. La segunda, la copia que colgaba encima de la parrilla, mi recordatorio feroz de qué cocinar y para quién.

Era un trabajo difícil. Como si fuera un viejo atleta, sé que hoy no podría hacerlo. Y, sin embargo, había una clave: el ritmo. Cuando encontraba mi ritmo, todo fluía. El trabajo salía sin esfuerzo, como si las manos supieran solas lo que había que hacer. Pero si salía de la sincronización, si me abrumaba, me estrellaba. Una sola pérdida de compás podía costarme media hora entera en recuperarlo.

Ese verano aprendí que tenía un tope. Mi capacidad crecía con la práctica, pero siempre había un límite más allá del cual no podía responder bien ni alcanzar nada. Todo estaba bien siempre y cuando pudiera “ver” el mostrador a mis espaldas. Cuando perdía esa visión de conjunto, me desorganizaba. Si no reducía la velocidad en ese instante, me ponía nervioso. La ansiedad afectaba mi concentración y rompía mi ritmo como un vaso que se estrella contra el suelo.

Con el paso de las semanas aprendí algo más: a priorizar sobre la marcha. Instintivamente. A posponer lo que podía retrasarse sin romper el equilibrio. Aprendí también a unir mi cerebro consciente con mi cerebro automático, a reconocer el momento exacto en que llegaba a mi límite y a reducir la velocidad antes de estrellarme.

Lo que no percibí entonces era que en realidad estaba entrenándome para la vida que llegaría después. Estaba parado frente a una parrilla, sí, pero también estaba aprendiendo a cumplir con requerimientos que caían al azar, a responder a lo que me pedían a mis espaldas, a hacerme responsable de tareas urgentes que podían arruinarse si las descuidaba, a entrar en un ritmo para controlarlo y sentirme eufórico cuando todo estaba en armonía.

Por eso lo llamo “ritmo”. Porque es el nombre de ese conjunto complejo de sucesos neurológicos y psicológicos que crean la apariencia de poco esfuerzo en alguien que en realidad está haciendo un trabajo complicado. Yo frente a la parrilla. Usted haciendo lo que mejor hace. Desde afuera puede parecer simple. Pero lleva años de práctica llegar ahí.



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