Cuando la mente estaba afuera
Neurodiversidad, neuroplasticidad y memoria ancestral en un mundo sin alfabeto
INTRODUCCIÓN
Lo que fuimos antes del lenguaje escrito
Durante la mayor parte de nuestra existencia, no escribimos. No registrábamos en libros ni en pantallas. No dejábamos notas. Y, sin embargo, sobrevivimos, creamos culturas complejas, recordamos lo esencial. Lo hicimos de otro modo.
Antes del alfabeto, la mente no estaba contenida en el interior del cráneo, sino proyectada sobre el mundo. Estaba afuera. Vivía en el paisaje, en los cantos, en las danzas, en las manos que dibujaban sobre la tierra. El conocimiento se desplazaba por senderos de piedra, se escondía en cuevas, se entonaba en ceremonias y se transmitía como ritmos corporales. La imaginación era la primera tecnología de almacenamiento. La memoria, un arte colectivo y dinámico.
Este libro explora ese modo antiguo de pensar, pero no como una reliquia del pasado, sino como una clave para comprender cómo funciona todavía —en gran parte— nuestra cognición, especialmente en personas neurodivergentes. La dislexia, el TDA-H, las altas capacidades, los talentos sin forma escolar: todos ellos pueden entenderse como herencias de una mente entrenada para recordar de pie, para aprender cantando, para pensar mientras se mueve, para conectar cosas aparentemente distantes.
Hoy, la neurociencia, la antropología y las pedagogías alternativas nos permiten recuperar estas intuiciones ancestrales. Este libro es una invitación a mirar el conocimiento como experiencia viva. A recordar lo que somos. A entender cómo los antiguos caminos de la mente —tallados en roca, ritmo y rito— siguen latiendo en nuestros cuerpos y cerebros.
ÍNDICE GENERAL
Capítulo 1. Cuando la mente estaba afuera
El paisaje como memoria viva antes de la escritura
— Cómo las culturas sin alfabeto usaban el territorio como pizarra mental
— Palacios de la memoria, rutas ceremoniales y mapas emocionales
— El método de loci como herencia evolutiva
Capítulo 2. El arte de recordar
Canciones, danzas y símbolos como tecnología cognitiva
— La memoria como acto colectivo
— Lynne Kelly y el código de la memoria
— Rituales como pedagogía
Capítulo 3. El efecto Tetris
Cómo lo que hacemos moldea lo que percibimos
— La repetición como modeladora de patrones mentales
— Atención, hábitos y plasticidad
— Pensamiento automático y plantillas cognitivas
Capítulo 4. La mente plural
Neurodiversidad como eco de un pasado prealfabético
— El gen del conocimiento
— Rasgos neurodivergentes como habilidades evolutivas
— Memoria espacial, hipersensibilidad, pensamiento visual
Capítulo 5. Dislexia, TDA-H y altas capacidades
Otros lenguajes, otras formas de aprender
— No es un déficit: es una variación
— Pensar con todo el cuerpo
— Casos reales, investigaciones recientes
Capítulo 6. La mente extendida
El entorno como parte del pensamiento
— Andy Clark y la teoría de la mente extendida
— Objetos como soporte de la cognición
— Tecnología y cuerpo: nuevas formas de recordar
Capítulo 7. El lukasa y otros dispositivos ancestrales
Artefactos que piensan con nosotros
— Tablas de memoria africanas, cuerdas andinas, tótems australianos
— Tacto, forma y ritmo como código
— El diseño como cognición material
Capítulo 8. Aprender como juego sagrado
Danza, gesto y emoción como vectores del conocimiento
— Educación performativa
— Neuroplasticidad y aprendizaje multisensorial
— Juegos rituales y pedagogía viva
Capítulo 9. Hacia una ecología del conocimiento
Diseñar entornos para todos los cerebros posibles
— Aprendizaje profundo, lento y diverso
— Tecnología neuroafín
— Repensar la escuela, el trabajo y el conocimiento
Epílogo. Volver a recordar con todo el cuerpo
— El futuro no está escrito: se canta, se baila, se imagina
Capítulo 1
Cuando la mente estaba afuera
El paisaje como memoria viva antes de la escritura
Durante milenios, las culturas humanas sobrevivieron sin escritura. Sin archivos, sin libros, sin calendarios impresos, sin planos ni mapas. Y, sin embargo, sabían. Sabían qué animales eran comestibles y cuáles venenosos. Sabían cuándo migraban las aves, cuándo brotaban las raíces y cuándo las lluvias se volvían peligrosas. Sabían cómo llegar a un sitio específico cruzando vastos territorios sin señalética ni coordenadas. Sabían cómo construir, cómo sanar, cómo guiar. El conocimiento estaba ahí. Pero no estaba escrito. Estaba encarnado en las personas, proyectado en la tierra y tejido en los rituales.
Antes del alfabeto, el conocimiento no se almacenaba en soportes externos artificiales, sino en lo real. En lo físico. En el cuerpo y en el paisaje. Utilizaban el entorno como un lienzo para la memoria. La piedra, el río, el árbol torcido, la curva del camino: todo podía contener información. El mundo era un libro abierto, legible sólo para quienes conocían sus claves.
No se trataba de una “dependencia oral”, como suele afirmarse, sino de una sofisticada tecnología cognitiva natural. La mente humana, especialmente en su estado preletrado, se apoyaba en estrategias narrativas, visuales, espaciales y simbólicas para registrar, transmitir y acceder al conocimiento. El recuerdo no era una cosa almacenada en una estantería interna, sino una acción. Una coreografía mental, corporal y ambiental. El conocimiento se sabía recorriendo, entonando, dibujando, tocando. Se evocaba en movimiento.
El método natural del cerebro
La mente humana, incluso hoy, recuerda mejor cuando se activa en múltiples dimensiones: espacial, visual, afectiva, simbólica. Por eso, antes de la invención de la escritura, las culturas humanas crearon sistemas mnemotécnicos complejos donde el paisaje mismo se convertía en una especie de “palacio de la memoria”. Este método, conocido en la retórica clásica como ars memoriae o “método de los lugares”, no fue una invención griega. Fue una formalización tardía de una sabiduría mucho más antigua.
Lynne Kelly, en The Memory Code, documenta cómo pueblos originarios de Australia, América, África y Europa transformaron elementos del territorio en marcadores cognitivos. Cada piedra, cada curva del sendero, cada árbol con forma inusual podía funcionar como ancla para una narrativa, una regla, una historia cargada de datos vitales. Este proceso permitía recordar enormes cantidades de información práctica: ciclos de cultivo, genealogías, tratamientos medicinales, migraciones, mapas celestes.
La clave estaba en asociar cada punto del trayecto a una imagen, una historia o una canción. La caminata no era solo desplazamiento: era una lectura activa del mundo. El cuerpo, al recorrer esos lugares, activaba secuencias de memoria, del mismo modo en que al pulsar una tecla se activa una nota. El conocimiento, entonces, no estaba en la cabeza: estaba en el movimiento, en la secuencia espacial, en el ritual que une gesto, lugar y símbolo.
Barbara Tversky, en Mind in Motion, aporta evidencia experimental a esta intuición ancestral. Según Tversky, pensar es moverse. La cognición humana está profundamente anclada en la espacialidad, en el cuerpo en acción, en los gestos que organizan el pensamiento antes de que aparezca el lenguaje. Su trabajo demuestra que las ideas abstractas se construyen sobre esquemas sensoriomotrices. No es casual que hablemos de “ideas elevadas”, “problemas que nos superan” o “líneas de razonamiento”: pensamos con metáforas espaciales porque nuestra mente se organiza espacialmente. Tversky muestra que incluso para entender conceptos complejos usamos gestos y mapas mentales que imitan el mundo físico.
Los pueblos sin escritura sabían esto sin necesidad de teorizarlo. Lo practicaban. Su forma de registrar el conocimiento no separaba cuerpo, mente y entorno. No existía la dicotomía entre dentro y fuera. La mente estaba afuera. El saber se caminaba, se tocaba, se cantaba. La memoria era una danza entre el cuerpo y el paisaje.
La imaginación como tecnología de conocimiento
En este contexto, la imaginación no era un adorno poético, sino una herramienta de precisión. Era la base de una epistemología oral-espacial. Las imágenes mentales no eran fantasías: eran dispositivos. Eran condensaciones simbólicas de información útil. Por eso, las historias míticas, los rituales, las canciones y los bailes no eran solo expresiones culturales: eran sistemas de almacenamiento y transmisión de datos. Conocimientos prácticos encapsulados en formas memorables.
Estos sistemas estaban diseñados para ser atractivos, multisensoriales y emocionalmente potentes. No por capricho estético, sino porque la memoria se fija mejor cuando hay emoción, ritmo, imagen y participación corporal. El conocimiento no se transmitía como una lista, sino como una experiencia.
Los paisajes se convertían así en teatros del conocimiento. Lugares donde la memoria se escenificaba. Cada montaña podía ser un personaje, cada cueva un archivo, cada río un relato. La topografía se transformaba en estructura narrativa. El entorno era un texto que se leía caminando, una coreografía cargada de significado. Era el primer hipervínculo.
La huella en nuestra neurodiversidad
Estos modos antiguos de conocer no han desaparecido del todo. Siguen vivos, de forma fragmentaria, en nuestras diferencias cognitivas. La dislexia, el TDA-H, las altas capacidades y otras formas de neurodivergencia pueden leerse —al menos en parte— como resonancias de aquel tiempo en que la mente estaba afuera. Un tiempo en que la memoria era visual, espacial, narrativa, sensorial. Un tiempo en que aprender no era sentarse frente a un texto, sino habitar el mundo con atención creativa.
Este capítulo abre la puerta a esa mirada. Lo que sigue es un viaje por las tecnologías olvidadas de la memoria, por los lenguajes prealfabéticos del conocimiento, por las formas múltiples que puede adoptar la mente humana cuando se le permite pensar con todo su cuerpo, su entorno y su imaginación.