miércoles, junio 19, 2013

FUNCIONES EJECUTIVAS



Imaginemos por un momento que cada uno de nosotros desempeñamos el cargo de máximo directivo de una empresa integrada por nosotros mismos. 

La misión de dicha empresa es vivir y convivir lo más saludable y satisfactoriamente posible, de acuerdo con nuestra visión particular de la vida, nuestros valores y nuestras herramientas y habilidades físicas, psicológicas y sociales.
Las funciones ejecutivas se encargan de gobernar los pensamientos, las emociones y las conductas.
También se ocupan de examinar y evaluar las circunstancias y los mensajes del entorno, de sentar prioridades, de tomar decisiones, de programar y gestionar los trámites necesarios para resolver los asuntos puntuales que nos preocupan y, en definitiva, de alcanzar las metas que nos marcamos.
El «departamento ejecutivo» reside principalmente en el lóbulo frontal del cerebro. 
Pero este departamento no actúa independientemente, sino que es influenciado por la memoria y por los centros que se ocupan de regular los sentimientos, de procesar los estímulos del medio que recibimos o intuimos a través de nuestros sentidos y modular las sensaciones que estos nos producen.
Las aptitudes que dirigen nuestros comportamientos se desarrollan de forma progresiva, pero la sensación gratificante de controlar las cosas del entorno es muy temprana. No hay más que ver la alegría que expresan los bebés al notar que sus acciones tienen un efecto, como cuando sienten hambre, lloran y su madre se apresura a darles el pecho o el biberón; o su gozo al agitar con las manos o los pies y hacer sonar las campanillas que cuelgan delante de ellos en la cuna.
Las criaturas no tardan mucho en imitar e incorporar a su repertorio los comportamientos que observan en los adultos importantes de su entorno. Por ejemplo, los niños de tres años ya se dicen a sí mismos  en voz alta— las cosas que deben hacer y las que no, de acuerdo con las instrucciones que reciben de sus padres o cuidadores.

Componente fundamental de nuestras funciones ejecutivas es la introspección.
En general, recurrimos a esta capacidad de observarnos internamente movidos por la necesidad de entender las causas de nuestros pensamientos, emociones y actos, o encontrar explicaciones a los sucesos que nos afectan. Buena parte de esa introspección la llevamos a cabo en conversaciones privadas con nosotros mismos.
Casi sin darnos cuenta nos hablamos sobre como pensamos y observamos como actuamos. Esta constante observación interior nos permite reflexionar y nos sirve para recapacitar cuando nos planteamos decisiones Importantes, o buscamos formas de salir de un atolladero.
Con ello podemos anticipar las consecuencias de nuestras acciones, tornar medidas que faciliten nuestra seguridad, programar nuestras conductas de cara a satisfacer nuestros deseos y juzgar c resultado de nuestros actos.
Pero, además, gracias a la introspección adquirimos conocimiento de cómo somos y configuramos una visión realista de nuestros talentos, recursos y defectos, con lo que aumentamos las probabilidades de acertar a la hora de tomar decisiones.
Todos necesitamos familiarizarnos con nuestras aptitudes y limitaciones para poder forjar y dirigir razonablemente nuestro programa de vida y superar las adversidades. 
Aunque no es posible predecir con exactitud nuestra reacción ante desgracias que no hemos vivido, estoy convencido de que quienes se familiarizan con su estilo habitual de afrontar situaciones estresantes tienen más posibilidades de sobrellevar y ajustarse a tales circunstancias en el futuro. 
Este conocimiento es especialmente ventajoso ante amenazas rápidas e inesperadas en las que una vez que estamos en medio del peligro es demasiado tarde para analizar y cambiar nuestro estilo de actuar.
Para adquirir una buena capacidad ejecutiva de introspección se precisa esfuerzo, práctica, una actitud abierta y ser conscientes de los beneficios de examinarnos interiormente. 
Es cierto que muchos comportamientos humanos son automáticos desde tareas rutinarias a nadar o montar en bicicleta— y no requieren pasar por un proceso de deliberación consciente.
Pero la mayoría de los actos que gobiernan nuestra vida son la consecuencia de decisiones que tomamos después de reflexionar y analizar diferentes opciones, al menos durante unos segundos.
Por ejemplo, ante un enfrentamiento verbal con otra persona, nos planteamos si expresar nuestra opinión o callar, si desafiarla o alejarnos.
Casi todos hacemos esfuerzos por analizar en nuestro interior situaciones conflictivas antes de reaccionar, dominar los arrebatos destructivos y controlar nuestros comportamientos.
Utilizar con precisión y eficacia las funciones ejecutivas requiere casi siempre echar mano de la memoria. La memoria es necesaria para la supervivencia de los miembros del reino animal, pero en los humanos supone mucho más, puesto que poseemos varios tipos de memoria, empezando por las dos más importantes: la verbal y la emocional.
La memoria verbal es la que usamos normalmente, el diario que llevamos siempre con nosotros donde archivamos nuestra autobiografía. En esta memoria almacenamos en «contenedores» independientes los sucesos recientes y las experiencias del pasado distante, como la infancia o la adolescencia.
Esto explica que nos olvidemos de donde pusimos anoche las gafas de sol o las llaves del coche, pero  evoquemos con gran precisión y tono emocional sucesos que vivimos cuando éramos muy pequeños.
La memoria verbal no solo nos permite almacenar y evocar hechos concretos, sino también nuestras interpretaciones de esos hechos y los sentimientos que nos acompañan. Por eso los recuerdos tienen el poder de emocionarnos intensamente.
Esta memoria nos ayuda además a formular y justificar nuestras decisiones y dirigir nuestra vida con eficacia, pues muchos de los errores que cometemos son debidos a que no pensamos en las consecuencias negativas que tuvieron actos pasados en condiciones similares.
Las reminiscencias del ayer determinan en gran medida nuestra visión del presente y del mañana.
Su compañera, la memoria emocional, está reservada para experiencias fuertes de terror o indefensión que nos conmocionan. En ella se conservan, sin palabras, las escenas abrumadoras que vivimos, incluidas sus imágenes, sonidos u olores junto a las sensaciones corporales de pavor que sentimos, como las palpitaciones, los sudores fríos o los temblores. Precisamente, una característica fundamental de las personas que sufren trastorno por estrés postraumático es la dificultad para borrar de la memoria emocional esos recuerdos aterradores. Se avanza mucho en el conocimiento de los mecanismos bioquímicos que hacen indelebles algunos recuerdos malignos.
El 4 de septiembre de 2009 la revista Science publicó un interesante experimento en el que unos investigadores lograron borrar ese tipo de recuerdos de la memoria de ratas, inyectándoles una sustancia en la zona del cerebro que regula el miedo. No obstante, hoy por hoy, relatar los sucesos penosos y expresar las emociones es la mejor forma de disminuir su intensidad, transformarlos en recuerdos manejables e incorporarlos a la memoria verbal y al resto de nuestra historia.
Entre las funciones ejecutivas fundamentales está el auto- control, la aptitud para frenar conscientemente los ímpetus, para esperar y retrasar voluntariamente la gratificación inmediata, con el fin de perseguir un objetivo superior. Gracias a esta aptitud podemos desarrollar estrategias a largo plazo. Sin embargo, el autocontrol requiere motivación y fuerza de voluntad, dos cualidades con un costo alto, pues llevar las riendas de nuestros impulsos consume bastante energía mental, y esta energía es limitada. Esto explica que, bajo ciertas circunstancias, bastantes personas cedan y se rindan por los acontecimientos. Todos conocemos individuos impetuosos o imprudentes que hablan o actúan sin reflexión ni cautela, dejándose llevar d sus impresiones e impulsos.
En el otro extremo se sitúan los seres pasivos, indiferentes, «quemados», o que prefieren dejar correr las cosas sin plantarse ni enfrentarse a ellas. Cuando nos sentimos agotados, sin fuerzas, nos hacemos propensos al pesimismo y a decirnos: «No puedo, fallaré». El nivel de energía mental que nos ayuda tanto a responder con fuerza y entusiasmo como a mantener el control se debilita por el cansancio físico, el dolor, el hambre y los estados depresivos. Nadie sabe mejor que los deprimidos lo que cuesta enfrentarse al mundo cada mañana.
Una amplia variedad de aflicciones, como los daños cerebrales producidos por infecciones, traumas, accidentes vasculares tumores o demencias, pueden inutilizar o alterar las funciones ejecutivas
Además, ciertos trastornos de la personalidad, estados de ansiedad y los problemas de atención con hiperactividad también las debilitan. Igualmente, las sustancias intoxicantes que desinhiben, como el alcohol y algunas drogas pueden apagar la introspección y desconectar las facultades encargadas de proteger la voluntad, de sopesar el impacto de las decisiones y de guiar racionalmente el comportamiento.
No cabe la menor duda de que el funcionamiento razonable de las capacidades ejecutivas es una condición necesaria para poder afrontar con éxito las duras y complicadas pruebas a que nos somete la vida.
Pero además de los beneficios objetivos y prácticos que nos aportan estas aptitudes, en el plano de lo subjetivo e intangible los frutos son también muy evidentes. Sentir que se es eficaz o estar convencido de poseer lo que hace falta para ejecutar las acciones necesarias y vencer situaciones adversas, fomenta pensamientos como: «Yo puedo», «Estoy preparado», «Tengo lo que necesito para lograrlo».
Como resultado de esos pensamientos estimulantes, dedicamos más esfuerzo a superar los retos, estamos menos predispuestos a tirar la toalla y nos imaginamos venciendo la adversidad.
Esta valoración positiva que hacemos de nuestras aptitudes realza también la imagen que proyectamos a nuestro entorno, algo que puede ser muy útil en situaciones que requieren enfrentamiento.

Superar la adversidad , pag 68- 73, de Luis Rojas Marcos (11 enero 2011)



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