La importancia de la narración de historias en la existencia humana
En su afán por la búsqueda de sentido, los seres humanos inventan y narran historias. Tan pronto como los niños adquieren competencias mínimas en el lenguaje, comienzan a preguntar «Por qué». Todos sabemos lo difícil que resulta a veces saciar su curiosidad. Desde la infancia, todos vivimos esa urgencia básica de darle un sentido a lo que ocurre alrededor nuestro. Si examinamos esto con mayor detención, nos daremos cuenta de que somos la única especie que inventa historias.
Esta compulsión por contar historias no es trivial. No es algo que hacemos «además» de muchas otras cosas. Es una de las cosas más importantes que hacemos. Si nos preguntan quienes somos, contamos una historia. Nuestra identidad se constituye como una historia que contamos acerca de nosotros mismos. Es una historia que nos posiciona en un mundo. Y cuando nos preguntan acerca del mundo, contamos otra historia. Nuestro mundo es siempre una historia acerca de cómo son las cosas que nos rodean.
No nos relacionamos con nuestro entorno como si éste fuese una colección de entidades y acontecimientos separados. Cualesquiera sean las entidades y acontecimientos que distingamos, los organizamos, les damos un orden que podrá ser más o menos acabado, a través de historias que los relacionan unos con otros. Puesto que nosotros, como individuos —como identidades personales— somos una historia acerca de quienes somos, y puesto que todos vivimos en un mundo que es también una historia, podríamos decir que los seres humanos son historias dentro de historias, todas ellas producidas por nosotros mismos. Hemos sido creadores de mitos desde nuestras formas más tempranas de existencia social. Esto es constitutivo del ser humano.
A veces, sin embargo, nos parece que los creadores de mitos eran nuestros antepasados y no nosotros. Pensamos que ellos eran los que vivieron en mundos míticos y que nosotros abandonamos esa forma de ser hace ya algún tiempo. A diferencia de ellos, sostenemos que nosotros hemos dejado de necesitar mitos pues sabemos cómo las cosas son. Para remarcar el punto, hablamos, por ejemplo, de nuestras explicaciones científicas. Pero nuestros antepasados también pensaban que sabían cómo las cosas eran. También consideraban sus historias como representaciones verdaderas de la realidad. Si observamos nuestras explicaciones científicas, debemos admitir que ellas también son historias. Historias que son más efectivas que otras, historias que están fundadas de manera que hemos llegado a aceptar como más poderosas que otras, pero, al final, las explicaciones científicas no son sino narrativas que producimos acerca del mundo.
Generalmente, no vemos nuestros mitos como mitos ni nuestras historias como historias. No nos damos cuenta de que incluso lo que decimos acerca de nuestros antepasados es una historia. No hay salida. No podemos escapar del tejido que creamos con nuestras historias. Los seres humanos viven «en lenguaje»: viven al interior de las historias que construyen para otorgar sentido a sí mismos y al mundo que los rodea. Martin Heidegger, que, como lo hemos señalado ya, insistía en que el «lenguaje es la morada del ser», observó nuestras historias como «edificios que cobijan al hombre». Reconoció que el hombre no es solamente el productor de sus historias, sino, antes que nada, el producto de ellas. «El hombre actúa», escribió Heidegger, «como si fuese el artífice y el maestro del lenguaje, en circunstancias que es el lenguaje el que ha permanecido como maestro del hombre».
Las historias funcionan como refugios para los seres humanos. Toda sociedad es albergada dentro de algunas estructuras fundamentales compuestas de narrativas. Las llamamos metanarrativas o metahistorias. También las llamamos discursos históricos. Son componentes esenciales de una cultura particular. Al mirar la historia, la literatura, la religión y la filosofía de una sociedad determinada, lo que estamos haciendo es examinar aquellas metanarrativas que constituyen uno de los pilares más importantes de esa sociedad. Ellos son las historias básicas a partir de las cuales la gente confiere sentido a su vida. De acuerdo a cómo una colectividad humana le da sentido a su vida, aparecen diferentes formas de existencia humana.
Historias y acción
En algunas secciones anteriores pudimos observar de qué manera las historias a menudo nos distraen de ejecutar acciones- Escribimos que, al permanecer en las historias que resultan de las «conversaciones de juicios personales» (en las que desarrollamos interpretaciones del por qué las cosas están como están), a menudo nos distraemos de emprender las acciones que nos ayudan a superar nuestros quiebres. Caemos en una actitud pasiva de la cual no surgen compromisos para cambiar las cosas. Hemos señalado el papel negativo que pueden desempeñar las historias con respecto a la acción.
Sin embargo, ahora queremos enfatizar que algunas actividades que tienen que ver con la creación de historias también pueden desempeñar un papel positivo con respecto a nuestra capacidad de acción. De hecho, éste es el papel que desempeñan las historias para definir diferentes formas de vida humana y para otorgar sentido a la existencia. Es desde la actividad de inventar historias que desarrollamos una visión de futuro y, por lo tanto, abrimos un horizonte que nos va a impulsar a emprender acciones. También es a través de la invención de historias que desarrollamos el trasfondo que dará sentido a desafiar el presente y a realizar acciones. Muchas veces actuamos a partir del hecho de que tiene sentido hacerlo así. Generalmente, son aquellas historias que tenemos acerca de nosotros y del mundo las que proveen el sentido desde el cual la acción surge. La acción jamás ocurre en un vacío. Ocurre desde el entramado de historias que le confieren a tal acción su sentido.
Los movimientos sociales, esas fuerzas colectivas que tantas veces han cambiado el curso de la historia, son productos de narrativas convocantes que han tenido el poder de unir a la gente en torno a una causa común. Esas historias operan, en el decir de Antonio Gramsci, como el «cemento» que mantiene unidos a los individuos que integran el movimiento social. Los movimientos sociales son sólo un ejemplo, entre muchos otros, del poder de las historias, o del poder de los mitos.
El poder de la invención de historias en las relaciones
Postulamos que para generar relaciones estrechas necesitamos más que tan solo encontrar formas mutuas de coordinar acciones. Ciertamente, una efectiva coordinación de acciones es importante, pero no siempre es suficiente. Las relaciones estrechas, y en especial las relaciones íntimas estrechas, generalmente se basan en un tras-fondo básico compartido que les confiere sentido. Estas relaciones —además de las acciones conjuntas— son capaces de generar su propia significación. Generan el sentido del estar junto a aquellos que participan en la relación.
Nuevamente, esto ocurre de manera decisiva en las conversaciones que constituyen esa relación. Al estar en conversación, la pareja se involucra en el proceso de construir historias compartidas que le darán sentido al estar juntos. Sus conversaciones se asemejan al proceso de hilado, en que se va produciendo el tejido que sostiene la relación. Al estar en conversación, ambos integrantes de la pareja entran en un proceso de transformación mutua. Sus historias se entremezclan. Luego, según la calidad de esta fusión de historias, se desarrollará un trasfondo compartido, un espacio de consenso, se producirá un mundo compartido, y aparecerá una sensibilidad compartida por quienes integran la relación.
Todo esto genera lo que el biólogo Humberto Maturana ha denominado un proceso de transformación mutua congruente entre las partes involucradas. Con el tiempo, ellas observarán lo bien que se complementan, lo bien que pueden, incluso, anticipar las acciones y reacciones de cada uno. Todos hemos sido testigos de este fenómeno en parejas, amigos, equipos y empresas. Normalmente, le llamamos a esto una buena relación. Lo que se ha producido es lo que nosotros llamamos una cultura sana para la relación.
También hemos sido testigos de lo contrario. Hemos visto cómo algunas relaciones se han roto y cómo los compañeros involucrados parecen distanciarse cada vez más a medida que transcurre el tiempo. Cuando esto ocurre, bien podríamos hablar de «incompatibilidad de caracteres», de distintas personalidades. Pero con ello estamos utilizando el resultado de lo que sucedió (el que mostraran no compatibilizar), como explicación de que ello sucediera. Estamos usando el resultado como causa. La «incompatibilidad» no es un factor dado en una relación. Quien la produce es la relación misma y, por tanto, las conversaciones que configuran esa relación.
Deseamos, por lo tanto, enfatizar este aspecto de nuestras conversaciones: su capacidad de crear un mundo compartido en que cada parte vea a la otra como copartícipe en la invención de un futuro común. Las conversaciones pueden crear esto. También pueden destruir la posibilidad de lograrlo. Cuando producen una cultura sana, juzgamos nuestras relaciones como «cálidas» y observamos nuestras casas como «hogares». Se convierten en mejores refugios, mejores edificios en los que morar. Estas nuevas estructuras han sido producidas por el lenguaje, en conversaciones.
No es frecuente darnos cuenta de que nuestras conversaciones producen culturas positivas y negativas. Encontramos a algunas personas a quienes les va bien y a otras mal en sus relaciones. Algunos de nosotros parecemos competentes para construirlas y otros parecen no saber hacerlo. Todo esto ocurre como si fuese decidido por la existencia de talentos personales ocultos. Postulamos que, mediante las distinciones que hemos presentado, podemos observar el fenómeno de la construcción de un mundo compartido a través de las conversaciones. Este nuevo observador nos puede permitir diseñar nuestras conversaciones en forma tal de hacernos responsables por el tipo de relaciones que estamos generando.